Es común este recuerdo cada año por esta época.
De qué me disfracé, y cómo era pedir confites en las calles de mi barrio...
Así mismo se vuelve recurrente la siguiente historia, de esas que hacen los lazos de familia más fuertes.
Yo tenía doce años, es decir era el 31 de octubre de 1984.
A decir verdad que creo que fue la falta de más disfraces en el inicio de mi infancia, la que hizo que ese año decidiera en disfrazarme por última vez. Con ese cuento le insistí a mi mamá, que sabiamente me decía: "usted ya no está para eso..." y yo persistí hasta el cansancio que yo quería, y que seguro iba a ser la última vez.
Pues si señores, sin nada en mente fuimos a buscar un disfraz para cerrar mi ciclo "infantil" de disfraces.
No recuerdo las opciones, sólo sé que el elegido fue el de pingüino.
Como es de común para el 31 de octubre de cualquier año, los niños esperan que no llueva para poder salir a buscar el azúcar de la felicidad, increíblemente esa noche no llovió y salí enfundado en mi disfraz de pingüino a la cacería de dulces.
Recorrí los lugares conocidos y comunes del barrio, pero aprovechando mi edad sé que fui más allá del sector habitual.
Lo hice como en años anteriores lo había hecho de Superman, de drácula, de payaso, y quien sabe de qué mas. Fue mucho el dulce que comí en mi infancia.
Yo, a decir la verdad, no me sentía cómodo, en realidad las palabras de mi mamá habían calado y no me sentía bien siendo tan grande y metido ahí. También me hacía sentir incomodo el disfraz que era todo lo opuesto a holgado. Mis pilitas se marcaban y yo trataba disimuladamente de halar el enterizo para sentirme menos atrapado.
Recuerdo que el cierre de la noche y de mi infancia la hizo una señora que dijo, estirando sus manos para darme algún dulce: "...pero usted está como grandecito para estar disfrazado..." Ahí fue el fin!
Jorge